Por Manuel González Prada
     Si a una persona seria le  interrogamos qué entiende por Anarquía, nos dirá, como absolviendo la  pregunta de un catecismo: "Anarquía es la dislocación social, el estado  de guerra permanente, el regreso del hombre a la barbarie primitiva".  Llamará también al anarquista un enemigo jurado de vida y propiedad  ajenas, un energúmeno acometido de fobia universal y destructiva, una  especie de felino extraviado en el corazón de las ciudades. Para muchas  gentes, el anarquista resume sus ideales en hacer el mal por el gusto de  hacerle.
     No solamente las personas serias y  poco instruidas tienen ese modo infantil de ver las cosas: hombres  ilustrados, que en otras materias discurren con lucidez y mesura,  desbarran lastimosamente al hablar de anarquismo y anarquistas. Siguen a  los santos padres cuando trataban de herejías y herejes.
     [...]
     Quienes juzgan la Anarquía por el  revólver de Bresci, el puñal de Caserio y las bombas de Ravachol no se  distinguen de los librepensadores vulgares que valorizan el Cristianismo  por las hogueras de la Inquisición y los mosquetazos de la  Saint-Barthélemy. Para medir el alcance de los denuestos prodigados a  enemigos por enemigos, recordemos a paganos y cristianos de los primeros  siglos acusándose recíprocamente de asesinos, incendiarios,  concupiscentes, incestuosos, corruptores de la infancia, unisexuales,  enemigos del Imperio, baldón de la especie humana, etc. Cartago  historiada por Roma, Atenas por Esparta, sugieren una idea de la  Anarquía juzgada por sus adversarios. La sugieren también nuestros  contemporáneos en sus controversias políticas y religiosas. Si para el  radical-socialista, un monárquico representa al reo justiciable, para el  monárquico, un radical-socialista merece el patíbulo. Para el  anglicano, nadie tan depravado como el romanista, para el romanista,  nadie tan digno de abominación como el anglicano. Afirmar en discusiones  políticas o religiosas que un hombre es un imbécil o un malvado,  equivale a decir que ese hombre no piensa como nosotros pensamos.
     Anarquía y anarquista encierran  lo contrario de lo que pretenden sus detractores. El ideal anárquico se  pudiera resumir en dos líneas: la libertad ilimitada y el mayor  bienestar posible del individuo, con la abolición del Estado y la  propiedad individual. Si ha de censurarse algo al anarquista,  censúresele su optimismo y la confianza en la bondad ingénita del  hombre. El anarquista, ensanchando la idea cristiana, mira en cada  hombre un hermano; pero no un hermano inferior y desvalido a quien  otorga caridad, sino un hermano igual a quien debe justicia, protección y  defensa. Rechaza la caridad como una falsificación hipócrita de la  justicia, como una ironía sangrienta, como el don ínfimo y vejatorio del  usurpador al usurpado. No admite soberanía de ninguna especie ni bajo  ninguna forma, sin excluir la más absurda de todas: la del pueblo. Niega  leyes, religiones y nacionalidades, para reconocer una sola potestad:  el individuo. Tan esclavo es el sometido a la voluntad de un rey o de un  pontífice, como el enfeudado a la turbamulta de los plebiscitos o a la  mayoría de los parlamentos. Autoridad implica abuso, obediencia denuncia  abyección, que el hombre verdaderamente emancipado no ambiciona el  dominio sobre sus iguales ni acepta más autoridad que la de uno mismo  sobre uno mismo.
     Sin embargo, esa doctrina de amor  y piedad, esa exquisita sublimación de las ideas humanitarias, aparece  diseñada en muchos autores como una escuela del mal, como una  glorificación del odio y del crimen, hasta como el producto morboso de  cerebros desequilibrados. No falta quien halle sinónimos a matoide y  anarquista. Pero, ¿sólo contiene insania, crimen y odio la doctrina  profesada por un Reclus, un Kropotkin, un Faure y un Grave? La anarquía  no surgió del proletariado como una explosión de ira y un simple anhelo  de reivindicaciones en beneficio de una sola clase: tranquilamente  elaborada por hombres nacidos fuera de la masa popular, viene de arriba,  sin conceder a sus iniciadores el derecho de constituir una élite  con la misión de iluminar y regir a los demás hombres. Naturalezas de  selección, árboles de copa muy elevada, produjeron esa fruta de  salvación.
     No se llame a la Anarquía un  empirismo ni una concepción simplista y anticientífica de las  sociedades. Ella no rechaza el positivismo comtiano; le acepta,  despojándole del Dios-Humanidad y del sacerdocio educativo, es decir, de  todo rezago semiteológico y neocatólico. [...] La  Ciencia contiene afirmaciones anárquicas y la Humanidad tiende a  orientarse en dirección de la Anarquía.
     [...]
     No quiere decir que nos hallemos  en vísperas de establecer una sociedad anárquica. Entre la partida y la  llegada median ruinas de imperios, lagos de sangre y montañas de  víctimas. Nace un nuevo Cristianismo sin Cristo; pero con sus  perseguidores y sus mártires. Y si en veinte siglos no ha podido  cristianizarse el mundo, ¿cuántos siglos tardará en anarquizarse?
     La Anarquía es el punto luminoso y  lejano hacia donde nos dirigimos por una intrincada serie de curvas  descendentes y ascendentes. Aunque el punto luminoso fuese alejándose a  medida que avanzáramos y aunque el establecimiento de una sociedad  anárquica se redujera al sueño de un filántropo, nos quedaría la gran  satisfacción de haber soñado. ¡Ojalá los hombres tuvieran siempre sueños  tan hermosos!

 
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